ESTRÉS, ANSIEDAD Y SISTEMA INMUNE
El estrés mantenido a lo largo del tiempo tiene una influencia negativa sobre nuestra salud física, y por tanto sobre nuestra calidad de vida. La percepción de nuestra ineficacia en el afrontamiento y resolución de situaciones estresantes al no conseguir deshacernos de las sensaciones que se originan por este estrés duradero en el tiempo, condicionan negativamente nuestro estado de ánimo y por tanto tienen una influencia directa y negativa sobre nuestras emociones y pensamientos. El sufrimiento psicológico producido por el estrés negativo o distrés provoca modificaciones bioquímicas que son perceptibles en los análisis químicos. A nivel neuroquímico y hormonal durante situaciones de estrés se elevan las cantidades de glucocorticoides vinculados con un incremento de la vigilancia o el estado de alerta, así como de la atención focal, pero su exceso implica déficits en el desarrollo, la reproducción y la adecuada respuesta inmune. Además con el estrés mantenido a lo largo del tiempo acaba produciéndose una disminución en la tasa de testosterona; que implica un menor grado de autoconfianza, disminución de la pro actividad, reducción de la capacidad de atención, incremento de la depresión anímica, menor capacidad para efectuar pensamientos asertivos, dificultad para buscar y encontrar soluciones o para desarrollar pensamiento lateral o creativo.
En la antigua Grecia, en la época de Hipócrates, se entendía que para conseguir el equilibrio y la salud, tan importante como la higiene eran el apoyo social y la placidez en lo emocional. Desde aquella época la Humanidad ha buscado la explicación de la salud y la curación de la enfermedad, concibiendo al ser humano como la suma de dos partes opuestas: cuerpo y mente. Y así llegamos hasta nuestros días, en los que se constata la necesidad de volver a unir éstas dos partes, ya que lejos de ser algo irreconciliable, descubrimos que son más bien dos caras diferentes del mismo dado.
Hoy día comprendemos que los tres grandes sistemas de comunicación química de nuestros organismo, nervioso, inmune y endocrino, lejos de funcionar como compartimentos estancos, se comunican entre ellos con el fin último de conseguir la supervivencia del individuo. Por lo que para poder explicar las bases biológicas de la conducta, no debemos centrarnos únicamente en el sistema nervioso, sino que debemos incluir a estos tres grandes sistemas y sus interrelaciones: la red neuro-endocrino-inmunológica.
Sabemos que las hormonas no causan las conductas por sí mismas, pero sí que las regulan, aumentando o disminuyendo la probabilidad de una conducta determinada, al activar o inhibir los circuitos neuronales implicados en la misma. Por otro lado, la experiencia, la conducta y las señales ambientales regulan la secreción hormonal, y crean una memoria de situaciones ambientales críticas con el fin de defender al organismo en situaciones futuras, al permitir reconocer con claridad y rapidez las señales ligadas a ese momento de estrés.
Tradicionalmente se ha considerado al sistema inmune como el único responsable de la defensa del organismo frente a los agentes patógenos externos, hasta llegar a la visión actual, más realista y compleja, en la que la barrera entre la salud y la enfermedad se fundamenta en el correcto y equilibrado funcionamiento de la red neuro-endocrino-inmunológica. Existe una regulación neural de la inmunidad, y a su vez, la actividad del sistema inmunológico afecta al sistema nervioso, la comunicación es bidireccional. Esta relación se establece fundamentalmente a través del Hipotálamo y el sistema nervioso autónomo, en especial la rama simpática que enerva órganos como la medula ósea, el timo, el bazo o los nódulos linfáticos, estrechamente relacionados con la producción y regulación de nuestras defensas inmunológicas. Por su parte el sistema endocrino, segrega hormonas en el torrente sanguíneo con efectos sobre la inmunidad; una de las más relevantes son los glucocorticoides, con un claro efecto inmunosupresor y anti-inflamatorio.
Una prueba clara de cómo el sistema inmune se comunica con el cerebro es lo que ocurre cuando nos sentimos enfermos, los primeros signos que nos informan de ello son la inflamación y/o la fiebre; pero también experimentamos una serie de cambios en nuestra conducta que nos hacen identificar la situación como de enfermedad: disminuye nuestro apetito, también el sexual, nos cambia el patrón de sueño y nos sentimos cansados, nos movemos menos, perdemos capacidad de concentración, nos cuesta disfrutar de lo que habitualmente nos gusta y hay mayor sensación de dolor. En realidad, es una estrategia organizada y adaptativa desarrollada por nuestro cuerpo para afrontar la enfermedad de manera más eficaz, redirigiendo las energías y recursos inmunológicos a lo prioritario en esos momentos, la supervivencia del organismo.
En cuanto a la investigación científica, todavía quedan cuestiones por resolver y en las que hay que profundizar, pero cada día más estudios concluyen que los estados de ánimo negativo y/o depresivo, se asocian a distintos grados de inmunosupresión y a su vez, podemos pensar que un mayor bienestar psicológico, nos coloca en una situación de menor vulnerabilidad frente a los acontecimientos vitales y frente a los antígenos, y por tanto influirá en una mejor salud.
En el estudio de las emociones positivas asociadas a la salud, se propone el concepto de flexibilidad, muy relacionado con el concepto de resiliencia o la capacidad de los sujetos para sobreponerse a períodos de dolor emocional y situaciones adversas y salir de ellos fortalecidos, y que nos permite responder eficientemente a los retos del entorno y de la vida cotidiana de una manera psicológicamente sana. Este concepto tiene tres componentes: la vitalidad, la regulación de las emociones negativas de manera efectiva y la capacidad de afrontar el estrés crónico de manera flexible.
La vitalidad o entusiasmo tiene un poder regenerativo, aumenta nuestra capacidad de concentración y por tanto, mejora nuestra capacidad de ejecución intelectual y de resolución de problemas, y también aumenta nuestra capacidad de movilizar recursos sociales. El segundo componente implica habilidades como el control de impulsos, reinterpretación cognitiva de los pensamientos que provocan emociones negativas y la expresión adecuada de las emociones; que se asocia con la reducción del estrés negativo o distrés. El tercer componente nos permite afrontar los problemas y las emociones negativas asociadas a éstos, ajustándolas en función de la controlabilidad de los elementos estresantes y de las circunstancias vitales cambiantes, que incide directamente sobre la vitalidad.
La capacidad de interpretar los acontecimientos vitales como retos en lugar de como amenazas, la percepción de un alto grado de control sobre la situación problemática, la autoeficacia percibida, la capacidad de ajustarse a los acontecimientos que no se pueden cambiar y disponer de apoyo social, con un mayor sentido de conexión con amigos y familiares, sirven para modular el efecto que tendría el estrés sobre el sistema inmunológico y por tanto se relacionan con efectos protectores para la salud. Es decir, el estado de ánimo positivo tiene efectos beneficiosos para la salud al mejorar la inmunocompetencia; por lo que es lógico pensar que el aprendizaje de estrategias que mejoren el bienestar psicológico aumentará nuestra capacidad de enfrentarnos positivamente al estrés y por tanto, ayudarán a mejorar nuestra salud.
Una intervención psicoterapéutica que nos dote de estas competencias logrará modular y reducir los cambios inmunológicos producidos por las situaciones estresantes.
COMPONENTE MOTOR-CONDUCTUAL
Las manifestaciones a este nivel se relacionan directamente con las alternativas posibles como consecuencia de la activación, que recordemos son la lucha (defensa y/o ataque), huida o parálisis. Lo más frecuente a este nivel es la conducta de escape o de evitación del estímulo aversivo, y a veces la inhibición motriz. Aparecen comportamientos poco ajustados y escasamente adaptativos, la mayoría consecuencia directa de la activación fisiológica como son los movimientos repetitivos, torpes, sin finalidad concreta, tartamudeo, evitación de situaciones, paralización, temblores o agitación motora.
El componente conductual es más relevante en la aparición, mantenimiento y tratamiento de trastornos más relacionados con el miedo, las FOBIAS, pero no exclusivo de estas. Aunque la ansiedad es una emoción cercana al miedo, éste es un sentimiento producido por un peligro presente e inminente, mientras que podemos considerar a la ansiedad como la anticipación de un peligro venidero, indefinible e imprevisible, siendo la causa más vaga y menos comprensible. En cuanto al estrés podemos decir que es una reacción continuada del organismo, ante una amenaza que sigue sin resolverse.
Los seres humanos tenemos una especial disposición a asociar el miedo a estímulos y situaciones filogenéticamente asociados con una amenaza (depredadores, ruidos fuertes, colores intensos, animales que reptan, insectos, suciedad, olores desagradables, etc.) para el bienestar del individuo, ya que es una conducta adaptativa en términos evolutivos. Los estímulos causantes del miedo son intensos, novedosos, característicos de peligros con especial significado evolutivo y estímulos procedentes de interacciones sociales entre congéneres.
El miedo es una reacción emocional inmediata ante un peligro actual, que se caracteriza por fuertes tendencias escapistas y del mismo modo que la ansiedad, el miedo nos protege al activar una respuesta intensa del sistema nervioso autónomo que, junto con la sensación subjetiva de terror, motiva a los individuos a huir, a luchar, a quedarse paralizados o algunas conductas intersociales de sumisión frente a dominancia.
Se hace una distinción entre ansiedad y miedo en relación al procesamiento cognitivo. El miedo como emoción básica es relativamente independiente del procesamiento cortical, es decir superior y consciente que requiere la cognición, activándose la vigilancia y las respuestas de lucha y huida, como mecanismo para proteger al organismo de un daño inmediato. La ansiedad sin embargo, prepara al organismo para una amenaza futura, apareciendo la preocupación como un componente cognitivo. El miedo y la ansiedad son estados emocionales que cumplen una función adaptativa ante situaciones que implican peligro para la supervivencia del organismo generando una reacción de defensa. Se pueden convertir en patológicas cuando se producen sin que exista un peligro real, o cuando la reacción es excesiva en intensidad, duración o frecuencia a la situación objetiva de peligro. Llegados a este punto, se perciben como estados emocionales aversivos que lejos de facilitar un comportamiento adaptativo, lo dificultan.
Para entender como una emoción que en principio tiene una función adaptativa puede convertirse en problemática y no en la facilitadora de una solución, debemos fijarnos en los aspectos básicos que el miedo y la ansiedad comparten con el resto de las respuestas emocionales, y éstos son: valencia (agradable o apetitivo / desagradable o defensivo), arousal (activación / desactivación) y dominancia (controlador / controlado). La dimensión de valencia prima sobre las otras dos, el arousal representa la mayor o menor activación del organismo y la dominancia tiene una relación positiva y directa con la valencia ya que cuanto más agradable nos resulte algo más control y dominio sentimos. Tendremos estados emocionales conflictivos cuando se activen a la vez el sistema apetitivo y el defensivo, es decir, sentimientos de deseo y rechazo ante el mismo estímulo o cuando aparece un aumento de la valencia positiva/apetitivo acompañado de una disminución de control o dominio, es decir queremos o deseamos algo que nos supone sensación de pérdida de control; o a la inversa, nos sentimos dominantes ante la presencia de un estímulo que debería resultarnos aversivo o desagradable.
Cuando aparecen el estrés, el miedo y/o la ansiedad lo que encontramos es un estado defensivo (valencia), que produce una activación (arousal) como reacción adaptativa ante un estímulo percibido como algo que puede que no seamos capaces de controlar (dominancia). Si así superamos la situación problemática, estas emociones habrán cumplido su función adaptativa, pero si a pesar de nuestra respuesta de afrontamiento no conseguimos superarla o adaptarnos a ella, nuestra percepción de control fracasará y correremos el riesgo, de entre otras cosas, generalizar ese aprendizaje de fracaso a situaciones que no deberían resultar atemorizantes, y en consecuencia aparecerán los estados emocionales conflictivos.
Pensemos por ejemplo en alguien que se enfrenta al hecho estresante para todos de hablar en público, la reacción de activación inicial le ha de servir para salir de la situación con éxito y hacerlo bien, en ese caso sentirá como su dominio o sensación de control aumenta y por tanto sentirá lo agradable que puede resultar la experiencia y como aumenta su deseo de repetirla en un futuro; pero si la activación es excesiva y no consigue regularla, puede que le haga tartamudear, temblar y quedarse paralizado, perderá la percepción de control y se sentirá fracasado. Es posible que en el futuro desee hablar en público nuevamente, pero sentirá el doble conflicto entre el deseo de hacerlo o el de salir huyendo de allí, y por otra parte el conflicto entre algo deseado y positivo y su carencia de sensación de control para afrontarlo con éxito.
La activación de la emoción en los seres humanos, no solo se produce por la presencia de estímulos relevantes externos, sino que también se activan por el procesamiento interno de estímulos simbólicos y por la activación de memorias afectivas. En el cerebro humano existe una mayor complejidad en el funcionamiento motivacional básico (apetitivo/aversivo) al existir un procesamiento cognitivo emocional, que en principio permite un mayor control y graduación sobre la repuesta mediante la evaluación del contexto, la planificación futura, la posible inhibición o el retardo en la respuesta. Continuando con nuestro ejemplo anterior, sólo el recuerdo de cómo nos sentimos cuando intentamos hablar en público en aquella ocasión, y no ya la situación en sí, puede disparar todo el proceso fóbico, la conflictividad emocional, la activación fisiológica, la falta de sensación de control y la excesiva ansiedad asociada. Hemos subido un escalón y necesitamos todavía más una solución que desactive ésta problemática.
Las respuestas más frecuentes frente al miedo son la evitación y la búsqueda de condiciones de seguridad que nos proporcionan una notable sensación de seguridad y protección, reduciendo el malestar, en un intento de reestablecer una cierta sensación de dominio o control, y de volvernos hacia situaciones que nos proporcionen una valencia positivas. Sin embargo, al no estar dirigidos a la raíz del miedo lo único que consiguen es generar dependencias, pérdida de autonomía, condicionantes negativos para terceras personas, limitaciones en el desarrollo personal y por tanto, producen una profunda insatisfacción y más miedo y ansiedad.
El miedo y las situaciones que lo producen siempre van a estar ahí, ya que sentimos miedo cada vez que nos enfrentamos a una situación nueva. Pero ahora ya tenemos las pistas para afrontarlo adecuadamente, y esto se consigue aumentando la sensación de control, lo que lograremos con el aprendizaje del manejo de la situación hasta su dominio y resolución. Para ello, el primer paso es empezar a hacer lo que nos da miedo, y lo mejor técnica suele ser reducir la escala del estímulo fóbico, con lo que nos será más fácil ganar esa sensación de dominio y de valencia positiva, facilitando la regulación de la activación fisiológica. Posteriormente y de forma gradual iremos incrementando la escala hasta conseguir afrontar la situación inicialmente fóbica con total solvencia. Es cierto que en algunos casos, se pueden lograr los mismos resultados con un enfrentamiento directo al estímulo fóbico completo (Inmersión), pero es algo que se debe valorar conjuntamente con un especialista, ya que podría tener efectos contraproducentes.
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